Hola. Voltaire señalaba a quienes andaban por las mismas tierras que él , que la virtud tiene que ser ejercida por amor y no por miedo (Ver Fraude, en su Diccionario Filosófico).
Bien venidos a Tintas y Trazos.


Leandro Trillo.


miércoles, 23 de febrero de 2011

LA ÉTICA DEL RESENTIDO (FRAGMENTO 25 - LEANDRO TRILLO)

NO DESCRIPTIBLE


Volvimos a fumar. Le conté que participaba de un grupo de pensamiento. No me presto nada de atención. O estaba muy loca ya o había otro motivo, que no le pregunté, para que no le interesara eso. Yo hubiera querido mostrárselo para reírnos tal vez. Antes reíamos mucho. Pero antes también era tan horrible como ahora. Pero reíamos más. Ahora me acuerdo de cuando era pibe y la manera tremenda en la que me llamaba la atención cuando los viejos decían “ya estoy viejo y cuando sos viejo no te importa quedar mal con nada ni con nadie”. Ese echar la culpa a la vejez ya no me parecía tan cobarde. De un momento a otro me volví un viejo. Mi cabeza se llenó de miles de canas que jamás pude teñir y mi voz se hizo un poco más fina. De repente, como una instantánea, hubo movimientos que me produjeron dolor en las piernas y que a causa de ello dejé lentamente de hacer para siempre. Para leer la página siguiente del diario del domingo necesité ponerme los anteojos de otros viejos que me miraban sonrientes y burlones desde los bancos de la plaza. Me agaché a recoger una lapicera que por torpe tiré y me cagué encima, sintiendo toda la vergüenza del mundo y comencé a recibir reproches porque de la noche a la mañana me olvidé de las cosas que debía hacer al otro día y no las hice. No las hice porque me olvidé. Me falló la memoria de una manera ruin. Entré a bañarme y antes de entrar a la ducha mi cara se veía joven y mi piel se sentía tersa. Recuerdo que hasta la toqué como nunca y cuando salí de la ducha, ya dolorido y cansado, todo se había arrugado. Había estrías por todas partes, menos pelo en mi cuerpo, más colgajos que nunca y una capacidad de ver peor que la de antes pues caían sobre mis ojos unos párpados como descolgados y pesados. Yo, que era y soy conciente de cada uno de los momentos en los que mi mente envejece, ya estaba viejo. Por esos días empecé a autocalificarme como viejo.
María Virginia se convirtió en mi espacio de pensamiento. Me sentí aliviado de alguna manera al decirle que había asesinado a alguien cuya obra no pudo iniciarse o terminarse o mostrarse. Eso me carcomía, como una canción de Supertramp. Creo que pensé algunas cosas con ella. Con su presencia. No me refiero a su voz ni a sus palabras, pues ahora pareciera que pensar es también un hecho parecido a confesarse. Los idiotas en la televisión lo hacen así y al otro día también así lo hacen todos en la oficina. Funden la confesión con algo parecido a pensar. Los detesto, cuanto los detesto, como a tantos otros tipos que veo en inmundas oficinas a las que no quiero volver.
María Virginia me escuchaba. Desde ese encuentro no volví a intervenir en el espacio de pensamiento. No avise nada. No me importó. Creo que así construí más de lo que destruí. Que piensen por qué me fuí así. Algún mensaje hay oculto en ese reverso. Si me hubiera ido de otra manera más formal, hubiera despertado una serie de habladurías propias de los imbéciles que ví que me rodeaban y no quería. Hubiera pasado el olvido al que estoy acostumbrado. Si de todas maneras iban a hablar de mí, que lo hagan a raíz de un gesto que se los coja por sorpresa. Desaparecí. Esa es mi magia y mi desagrado. Solo eso podrán pensar conmigo. Lo horrible de la desaparición que huele a bolas hinchadas, a desprecio por ustedes, a mejor me voy de acá, a no quiero estar aquí.
Así, María Virginia supo a qué me estaba refiriendo con ese asesinato. Comprendió que era un asesino. Intuyo que también ella lo era. Pero sabe que a mi me pesa de una manera atroz. Saber que me voy a morir sin haber sido capaz de justificarlo aunque sea mínimamente en esta tierra universal que huele a la vez y en el mismo lugar a mierda y a jazmín, se traduce con la palabra asesinato. Ella comprende este sentir. Ella lo acompaña. Lo estupidiza y lo hace soberbio, como todos a todo. Pero con ella lo compartí. Larutia, miembro del grupo de pensamiento y no miembro del grupo de pensamiento, era yo, soy yo, es y era Maria Virginia. Su viuda es mi imaginación, mi sed, mi odio, mi sensibilidad y mi resentimiento.

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