Hola. Voltaire señalaba a quienes andaban por las mismas tierras que él , que la virtud tiene que ser ejercida por amor y no por miedo (Ver Fraude, en su Diccionario Filosófico).
Bien venidos a Tintas y Trazos.


Leandro Trillo.


lunes, 7 de febrero de 2011

ELOGIO DE LA MUTACIÓN. ESPEJOS RETRATADOS POR FELISBERTO HERNÁNDEZ.

Por Leandro Trillo.


Viedma, 29 de Enero de 2011.


Encontré recientemente en un ejemplar prestado de la revista Fin de siglo, publicada en diciembre de 1987, un articulo que, a continuación, transcribiré íntegramente. La segunda página de la revista informa que su director periodístico era en aquel entonces Vicente Zito Lema y que era Eduardo Luís Duhalde su director editorial. Entre otros, conformaron aquel Consejo Editorial de Fin de siglo Carlos Aznárez, Daniel Molina, Maria Moreno y, paralelamente, también Zito Lema. El texto completo al que me refiero, situado en la contratapa del ejemplar y titulado Una mañana de viento, menciona a Felisberto Hernández como autor. En su decir utiliza la palabra yos.
También Hernández es, al igual que ellos vosotros nosotros él tu y yo, un desconocido; dueño del poder de hacer de la conducta cotidiana, de lo rutinario, un relato no identificable.


Una mañana de viento


Una mañana de viento mis padres me llevaron a una farmacia. Yo tenía once años. El farmacéutico era amigo de la casa y mis padres le dijeron que yo estaba débil. Él me hizo sacar la lengua y después conversó mucho con ellos. Cuando nadie me vio fui a sacar la lengua entre dos espejos colocados uno frente al otro. Yo me repetía muchas veces con muchas lenguas; y los últimos yos del fondo subían hacia el techo – los espejos estaban inclinados hacia delante como si se hicieran una cortesía – y al final se me veían nada mas que los pies.
A la mañana siguiente había sol. Mi padre ensilló la volanta muy temprano y salimos para el campo. Al rato me aburrí y después me quedé dormido. Al mediodía llegamos a un pueblito adonde había un galpón de cinc que tenia pintado, con letras grandes, mi nombre y mi apellido; y debajo decía: “minutas a toda hora”. Mi padre se reía y me dijo que yo y el dueño de aquel galpón éramos los únicos, en la republica, que teníamos el mismo nombre y apellido.
Dentro del galpón había mesas redondas, como en las playas, y un señor en mangas de camisa le hizo señas al mozo para que nos sirviera. Mi padre encargó bifes con papas y huevos fritos. El mozo se lo dijo a una señora que estaba detrás del mostrador y enseguida ella metió la cabeza en un agujero y le dijo lo mismo a otra persona que estaba del otro lado del tabique. Éramos los únicos en el galpón. Al rato se acercó el señor en mangas de camisa y mi padre le preguntó si era el dueño: entonces le dijo que yo me llamaba como él y los dos se rieron. Pero yo tenía angustia.
El dueño conversaba moviendo unos bigotes negros muy retorcidos. El jopo también estaba retorcido y parecía otro bigote. Se escarbaba los dientes con una pajita de escoba y la uña del dedo meñique era muy larga. Yo había perdido la seguridad en mi mismo: yo podría ser aquel hombre o quién sabe quién. Cuando le escribiera a mi abuela, en vez de ponerle mi nombre, le mandaría un retrato; y cuando pensara en mi me miraría en un espejo.
Entonces recordé todos los yos que había visto en los espejos del día anterior y los volvía a ver con la lengua afuera.

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